



Transcurría el año 2004, y como parte de un trabajo de grado, había decidido hacer un trabajo de campo entre las comunidades indígenas del Amazonas, en particular en dos poblaciones: La Chorrera y El Encanto.
Elegí la ruta más directa: un vuelo de la aerolínea Satena (La línea aérea que integra a Colombia, dice su eslogan) que parte desde la ciudad de Villavicencio, y luego de hacer escala en las poblaciones de San José del Guaviare (Guaviare) y Araracuara (Caquetá) y aproximadamente después de 4 horas de vuelo acumuladas, llega a La Chorrera en el departamento de Amazonas.
La Chorrera es un pequeño pueblo, ubicado al margen izquierdo del río Igaraparana, y se encuentra poblado por unas 50 familias del grupo étnico huitoto (murui y muinane). La llegada del vuelo de Satena (como sucede en todo caserio) es todo un evento social: niños, jóvenes y sus madres salen a ver el aterrizaje de la aeronave que trae dentro de su panza a familiares, vecinos, correspondencia y alguna remesa importante.
Y no es para menos que la llegada del Embraer genere tal acontecimiento, pues este vuelo sólo visita la Chorrera cada 15 días, convirtiéndose en casi la única vía de acceso para comunicarse con el interior del País (de otro modo, el viaje por río significaría cerca 3 días de viaje y un costo al final mayor).
A mi llegada a La Chorrera, y luego de atravesar el río Igaraparaná por un puente de madera que pasa justo encima del chorro o raudal que le da su nombre a la población, comencé a buscar a Virgilio Kuedgaje, miembro activo de la comunidad y quien a través de un amigo de la Universidad, me brindó una habitación de su casa para alojarme esos días.
La casas de La Chorrera no son grandes construcciones, pero son espacios abiertos unifamiliares que los hacen muy acogedores. En general, se utiliza la flora de la región para construir los techos, las paredes, etc.
Aún cuando fui bien recibido, y me brindaron toda la colaboración necesaria para mi trabajo de campo, mi segundo destino me esperaba, y 10 días habían sido suficientes en este bello lugar, que recuerdo gratamente por su tranquilidad, gastronomía y sencillez de su gente.
Al acercarse el día programado para mi partida, escuche de tres personas que atravesarían la trocha que en 3 días (a paso de nativo), comunican los ríos igaraparana con el caraparana (los dos desembocan en el río Putumayo). Esta situación acelero mi partida, por lo que dos horas después de conocer a estas personas, me encontraba con los 20 kilos de peso de mi maleta al hombro, buscando la trocha que otrora servía como canales de comunicación para la recolección de caucho que, explotados, debían hacer los indígenas de este territorio (finales del siglo XIX y comienzos del XX).
El grupo expedicionario estaba conformado por un indígena huitoto que conocía muy bien el recorrido, pues había trabajado muchos años con compañías aserradoras y en su labor, debía internarse hasta 3 meses selva adentro, en busca de los árboles que producen la madera más fina y mejor paga. Los otros dos integrantes eran jóvenes que habían decidido partir de su comunidad para continuar sus estudios en la población de Puerto Leguízamo, municipio más cercano a La Chorrera a tan sólo 500 kilómetros de distancia.
Emprendimos un largo viaje, el cual trajo experiencias significativas para mi como caminante, además de ser altamente entretenido por las increíbles historias que contaban mis acompañantes (como los espectáculos en vivo de luchas entre tigres-panteras y anacondas, ó la transformación de hombre en jaguar como una etapa de evolución física y espiritual que sólo alcanzan los más sabios) y sumamente enriquecedor por el significado que esta cultura le da a muchos lugares por donde pasamos y que en medio de su complejidad, guardan una estricta coherencia, normal en estas formas de ver el mundo, que incorporan un gran respeto por la naturaleza y una sencillez en su estilo de vivir y convivir, estilo del que mucho tenemos por aprender.
Durante el recorrido vimos boas constrictor, corales y talla X (serpientes reconocidas en la Amazonía), escuchamos un tigre y muchas aves. El tabaco, según las creencias de los huitotos, aleja los malos espíritus en la selva nocturna, creencia que asimile completamente al ingresar a un entorno desconocido para mi.
También debimos atravesar caños, riachuelos y pantanos, comimos mico, cerdo de monte, pescado y fariña (yuca brava cernida), al fin y al cabo, como dicen ellos, la selva le da al hombre todo lo que necesita para vivir.
Al tercer día, alrededor de las 2 de la tarde y en medio de un bello día soleado, llegamos a un claro (espacio de selva despejado), que señalaba el inicio del pueblo San Rafael del Encanto, donde cerca de 30 familias de indígenas y colonos conviven a orillas del río caraparaná.
Mi estadía en esta población se extendió por 10 días más, periodo en el que tuve la oportunidad de hablar con los caciques indígenas (autoridades sociales que lógicamente lo llegan a ser por tener esa sabiduría que sólo dan los años) y terminar la fase de mi trabajo de campo que me conduciría a plantear en una monografía, los elementos que permiten entender porqué los territorios son una construcción social.
Decidí que el fin de esta travesía tendría que ser igual de descomplicada e improvisada que la había caracterizado hasta ahora, por lo que opte por tomar la ruta larga: bajar por el río caraparaná hasta encontrar el punto de inspección El Encanto en su desembocadura en el río Putumayo. De allí, una lancha rápida me llevaría río putumayo arriba en un trayecto que en unas 10 horas, recorrería aproximadamente 500 kilómetros de distancia y por $250mil pesos (unos U$130) me pondría en el municipio de Puerto Leguízamo, último municipio de Colombia sobre el río Putumayo.
En efecto luego de transitar por la ruta seleccionada, y una vez en Puerto Leguízamo, dedique un día a recorrer sus reducidas calles, hacer algunas llamadas, revisar mi correo electrónico y tomar un par de gaseosas. Al día siguiente tome la línea Pto Leguízamo - Puerto Asís y llegue en menos de 8 horas de recorrido por el mismo río Putumayo, a este último municipio que se ubica en el piedemonte amazónico, lugar desde donde comienza la carretera que comunica esta región con el centro del País.
Luego de 25 días de viaje, se aproximaba el fin de mi primera travesía a fondo por la selva, me alegraba el hecho de reencontrarme con mi familia, pero sentía nostalgia por dejar es
Mi travesía terminó luego de 20 horas de carretera en la ciudad de Bogotá, origen de mi viaje, desde donde al menos cada vez que veo un avión de Satena o sobrevuelo la selva, pienso en esa inolvidable travesía que me enseño a disfrutar cosas simples de la vida, pero sobre todo a valorar y respetar otras maneras de ver el mundo.
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